Diversificar, ampliar o multiplicar la ayuda social nunca ha sido la mejor receta para la política argentina. Aun cuando se pensó al asistencialismo como la fórmula mágica para resolver la carencia. Seamos claros: nunca lo fue.
En momentos prósperos del país y también en los no tan buenos, frecuentemente se instrumentó dicho mecanismo con el mismo objetivo: poner plata en el bolsillo del necesitado como medida de urgencia.
Así, siempre se pateó para adelante la solución más significativa: generar trabajo bien remunerado. Quizás porque a la dirigencia política siempre le costó implementar ese objetivo y mucho más sostenerlo a largo plazo.
Y así, en el devenir de nuestra historia, los planes sociales se volvieron compatibles y se multiplicaron. Hoy, de 45 millones de habitantes que tiene nuestro país, aproximadamente 21 millones perciben algún tipo de asistencia en forma directa.
A estos 21 millones hay que sumarle 19 millones más que son parte de su contexto familiar primario que viven de su ayuda, es decir, que también reciben asistencialismo de manera indirecta.
Esta es la realidad concreta. Estos números son los que nos demuestran que aun con tanta ayuda no se pudo solucionar el problema del hambre y de la pobreza en el país.
El asistencialismo en la Argentina fracasó. Fracasó su esencia, su intención y su búsqueda de reinserción social.